Los Mutantes: Incordiantes surrealismos monumentarios

El arcano arte de la escultura, sea el prístino modelado en grácil barro, cincelado en recia piedra, tallado en dúctil madera u otros materiales de guisa contemporáneamente artificial, es una suerte de ínfula delirante del ser humano, encaprichado por igualarse al demiurgo que lo conformó desde la primigenia argamasa. Sin llegar nunca a insuflar aliento vital en las figuras y figuraciones resultantes, sí consigue dotarlas de sentidos y saberes, pues las conceibe a imagen y semejanza de su microuniverso perceptual, desde la íntima infinitud de su cosmovisión, de sus sueños, pesadillas y obsesiones. Desde unos orígenes ocultos para los historiadores, las breves Venus de Willendorf y Lespugue, de los sensuales bustos de la ibérica Dama de Elche y la egipcia Nefertiti (conocido como La Mona Lisa de Amarna), de los megálicos moái de la Isla de Pascua, los colosos de Abu Simbel, los desaparecidos Coloso de Rodas y “Zeus” de Olimpia, el “David”y el “Moisésde Miguel Ángel, “El Pensador y “El Beso de Auguste Rodin, la “Cabeza de Barcelona”, de Lichtenstein, susurran legados en los oídos de creadores cubanos que contraponen y complementan la arquitectura humana en espacios abiertos, públicos y bucólicos, con entidades de piedra, mármol, metal, cerámica, cemento en estado puro o combinado, siguiendo cánones antropomorfos, zoomorfos, amorfos o la mixtura bizarra de estos en busca de nuevos sistemas de representaciones y semiosis.

 

La esculturas monumentarias alegóricas de carácter político, histórico, cultural y hasta industrial; las esculturas ambientales de sesgo ecológico, urbano y costumbrista abundan en Cuba, ubicadas tanto en los corazones citadinos: Rita Longa con su “Virgen del Camino” y la “Ballerina de Tropicana; Mateo Torriente y su “Balcón del edifico de Arte Cubano del Museo de Bellas Artes; la “Escultura monumental cinética de Osneldo García ubicada en el Teatro Nacional de Cuba; las personalidades y personajes de José Villa Soberón esparcidos por toda Cuba; como en los espacios naturales más insospechados: Jilma Madera y su busto de José Martí emplazado en el Pico Turquino; Ángel Íñigo, autor del Zoológico de Piedra, en Guantánamo; Alberto Lescay y su “Monumento al Cimarrón”, alzado en la santiaguera región de El Cobre. Esta manifestación de ciclópea factura ha transitado desde el neoclasicismo más correcto hasta el posmodernismo renegador de toda clasificación convencional de las Bellas Artes, con(vergiendo)viviendo diversos estilos, estéticas e ideas, sin renunciar nunca a la armonía contextual, al diálogo con el entorno y las personas que los recurren.
 

Dicha orgánica cópula estética entre figura, concepto y espacio se puede apreciar en varias obras emplazadas en espacios cienfuegueros, como los alrededores del Hotel “Pasacaballo”, custodiados, amenazados (¿?), recorridos a la terrible velocidad de un centímetro/eón, por un inquietante crustáceo, mutante absurdo quizás presentido por el Bosco durante algún insomnio o por Magritte durante la duermevela. Varios de los dédalos montañosos del Guamuhaya cienfueguero convergen en tres hongos viriles, uno de ellos antropomorfizado por adosados brazos de una rudeza miguelangélica, cual Moisés fúngico que guía a la naturaleza en éxodo interminable hacia una tierra prometida, no hozada aún por el “homo sapiens”.
  

Los estudiantes del Instituto Superior Pedagógico “Félix Varela”, de Villa Clara, se sienten acompañados y señalados por el “Pensante”, apropiación dactilar del referente original de Rodin. Esta apelación laudatoria a la mano, instrumento ejecutor de la consciencia humana, deviene secuela complementaria y expansiva del vanguardista decimonónico “El Pensador”, sin ser desdeñado el guiño lúdico, inherente a muchas de las acciones artísticas del postmodernismo y de la idiosincrasia cubana en general. Piezas como las mencionadas fueron frutos de la hidra creativa autobautizada “Los Mutantes”, cofradía compuesta principalmente por los creadores Arcadio Tomás Capote, Alberto Sánchez Lago y Juan García Cruz, en plena transición del milenio. Su obrar colectivo transcurrió aproximadamente entre los años 1998 y 2001.  
 

Adscritos a técnicas y materiales convencionales como la roca y el cemento, estos creadores concentraron la autenticidad de sus obras, aun visibles y en bastante buen estado, en las atrevidas formas generadas por la singular imaginería grupal, en el imprescindiblemente alto potencial comunicativo para con los públicos, la plática orgánica con el entorno arquitectónico y natural, o sea su armonía con los espacios, dada casi siempre en el caso de marras, por el contraste y/o la sorpresa de hallar ocupado un discreto banco de una placilla universitaria por dos amorosas manzanas cuya humanidad no se limita a la actitud cómplice, sino que se explaya con agudo gracejo en los bien moldeados traseros, así como se tornan realmente inquietantes los pies que hacen avanzar al surrealista “macao” de Pasacaballo, pues lo perturbador o atemorizante de alguna creación o fenómeno natural que se revela desconocido e inaprehensible para los acervos gnoseológicos de los receptores de turno, tiende a aguzarse cuando contiene elementos conocidos pero trastocados de sus comunes funciones o ubicaciones, reconjugados con otras partes, bien totalmente ajenas e inclasificables, bien pertenecientes a un orden natural divergente.
 

Precisamente, este principio de retorcer el cuerpo humano, medida de todas las cosas y símbolo del equilibrio universal, ha regido en gran medida la mítica humana, plagada de monstruosidades híbridas como las propias sirenas (mujer-pez), los centauros (humano-caballo), la esfinge (mujer-león-ave), el minotauro (hombre-toro) las gorgonas (mujer-serpiente), la mantícora (humano-león-dragón-escorpión), la arpía (mujer-ave), hasta el muy conocido licántropo (hombre-lobo), con representantes cubanos como la mujer-puerca o el niño del diente largo, referidos por Feijóo y Batista Moreno en sus estudios.
 

Tal voluntad de incordiar (nunca epatar) la estereotipada monotonía del cosmos cotidiano, de tender emboscadas a las percepciones anquilosadas por el sosiego rutinario, trasuntan las piezas más significativas de “Los Mutantes”, como suerte de rejuego preceptivo que apela a la capacidad de asombro y misterio, que remiten a lo inacabado de cualquier modelo del mundo que nos construyamos, siempre acechado su precario equilibrio por nuevos sucesos y fenómenos que le abrirán las entendederas a nuevas dimensiones de lo real.
Como obras ambientales, la propia contraposición de estas piezas de biológica simetría (o sea, libres de todo atisbo de línea o ángulos rectos) con las sobrias y escuetas estructuras del hotel y las universidades referidas, secuelas pragmáticas de una época de crisis aún no finalizada para la arquitectura cubana de los últimos 60 años, muy lejos de Gaudi, Niemeyer o el propio cubano Porro, suaviza un tanto el agobio de tantos y laberínticos paneles, engarzados como un monótono LEGO, cual chispeante alegoría del triunfo de la vida y la imaginación creativa sobre la eterna tautología igualitarista.
 
Autor: Antonio Enrique González Rojas